El ambiente empezó a excitarse desde los primeros días de agosto. Caporales más o menos alimentados, migrantes con casco de t’inku conquistador, regordetas waca wacas tuttifruttis hacían temblar el epicentro de la plaza Mayor cochabambina. La miiisma musiquita anual. Los miiismos bailarines en su pasito. Entonces Carolina desafió: “Vamos caminando hasta el calvario”. “A qué hora pues”, le dije con tono de casera' “Salimos esta noche a las dos de la mañana”, dijo en metafísica, “son solamente 12 kilómetros. Tigre eres, ¿no ve?”, provocó. Entonces vino la consulta al Cristo de la Concordia, “¿puedo ir?”. “Puedes visitarla a mi mamá, si quieres, pero no le vas a estar cascando trago Manuelito”, me dijo en su dulzura.
A lo boliviano partimos a las tres a.m. desde el kilómetro 0 de un puente. Sentía miedo y frío. Miedo de no llegar: tantos kilómetros' y mis acompañantes todas damitas de buenas familias. Papelón podía ser. Empezó la caminata, sin llorar, casi todos eran universitarios y adolescentes (los androides, me decía el Papirri). Caballeros y señoras casi no había. Lo que más alentaba eran los papás novatos empujando sus guaguitas en carritos y las señoras humildes con sus zapatitos rotos. Carolina cantó: “Ya pasamos el primer kilómetro”. Calladito asentí (la garganta raspaba). Entonces emprendo a santiguarme ante la primera tumba de volcado y no dejo de hacerlo hasta el final. O sea, me persigné unas 60 veces. En la caminata ofertaban jugos envasados, escuelas técnicas, leche PIL, linternas, moteles disímiles. Un letrero gritaba “Pase. Chicha de Punata con Llajtaymanta”.
Los satanaces salían de los bordes oscuros de la carretera y chillaban: “¡Papirri hipócrita!” y después se meaban de risa. Algunos se acercaban con latitas de cheva que yo besaba nomás. Uno parecido al Wilson prorrumpió con una chiquilla adolescente llena de tatuajes y aretes que me dijo en FM: “Mi amiga quiere estar contigo, ven pues” y me jalaba la imilla con aire de gitana quechua felina. Yo, adelante, caminando, soldado de la Virgencita. “Kilómetro 6, estamos en la mitad”, marcó optimista Carolina. Alaracamente un k’aibito de 70 años nos pasó a todo vapor mientras una caserita gritaba “café, cafecito, comprá pues Papirri' mich’a”. Le contesté con otra persignada.
Cuando vino el primer tirón en el muslo ya estábamos en Quillacollo. Los androides dormían en sus frazadas esparcidos en la plaza, uno que otro yukita circulaba como avioneta a punto de chocar. Relacionado con el tema, llegamos extenuados a las faldas de don Max Fernández y a cascarle, por fin sentados, un api. “Es el kilómetro 14”, dijo Carolina, sorprendida. Estaba feliz, yo' insólitamente vital. La caminata se extendió en una coda lentísima y jorobada hasta el cerro del calvario. En lontananza un mundo arábigo amanecía en rojos y las hormiguitas rezaban. Esa subidita fue lo mááás grave pero llegamos jadeando hasta los pies de la Virgen de Urkupiña, compramos velitas, coquita, fosforitos, se lo rezamos. Detrás del templo, en polvareda, se oía el asunto de las piedras. Un changuito me dijo, “le alquilo combo y terreno”. “¡Ya!”, le dije. Carolina sacó su puchero presintiendo algo malo. Caminamos detrás del changuito esquivando ch’allas, bandas y mariachis. Eran las siete de la matina. Entonces me asignaron mi roca, levanté el combo temblando y de un solo golpe brincó una piedra bonita, mediana, con el suspiro de Carolina. A la sazón apareció la chola fiera con cervezas, una para el combo, otra para la piedra, dos para la pareja, tres para la misturita. Muy seria la doña descifra en la piedra que me había adjudicado un edificio, lo mete en una bolsa azul, “seco, seco”, llega la cuenta y nos quedamos mareaditos sin un centavo.
Al bajar la subida Carolina protestaba. “¿Cómo vamos a volver ahora?, ¿a pie?”. “Ten fe”, le decía yo “¿o a qué has venido?'”. Bajando bajando trataba de ver caras conocidas y Carolina renegando renegando no quería saber. Al final del calvario, ya extenuados, apareció un ángel que clamó: “Papirri. ¿Qué te dijo el Cristo de la Concordia? No le casques trago, ¿no ve?' Pero como te ama tomá diez luquitas y recogete”. Era el Hernán, ángel del camino, que se dio cuenta de que nos uníamos al susto.
Retornamos en minibús como arañas fumigadas, eran las diez de la mañana, direeecto a la cama. En mi cabeza no me dejaba dormir aquella cancioncita disco de los 70: “Urkupiña, Urkupiña, every vady as Urkupiña”.
El Papirries Manuel Monroy Chazarreta, compositor y guitarrista boliviano.
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