A las nueve de la noche, hace ya rato que el frío aprieta en las calles de Oruro, en las que todavía se ven marcas de la tormenta de la tarde. Es sábado y, en la Avenida del Ejército, casi en la esquina con la calle Iquique, dos grupos de personas divididos en varias filas avanzan sobre el asfalto, cerrado al tráfico; van hacia la izquierda, luego hacia la derecha, dando pequeños saltos y con una pañoleta colgando de una mano. Quedan dos semanas para el Carnaval y los ensayos se reproducen como setas por la ciudad, ante las puertas de los locales de las diferentes comparsas. No importa el frío.
En ese punto de la urbe tiene su sede la Gran Tradicional Auténtica Diablada Oruro (fundada en 1904). Como cada sábado por la noche, desde Todos Santos hasta una semana antes del Carnaval, sus integrantes, conocidos como mañazos por su profesión de carniceros, cumplen el rito.
Los fundadores eran matarifes y hoy la mitad de sus más de 400 integrantes también lo son, informa el primer vicepresidente, Willy Carpio. Por ello, uno de los momentos más atractivos de las veladas para el visitante es cuando llega la hora de comer, más si el menú nocturno es cabeza de vaca. Entonces, cuando esos “diablos” cortan la gran testa del animal, no queda duda de que son mañazos.
Pero lo primero es lo primero: antes de llenarse el estómago, hay que rendir pleitesía a la Mamita. Cada semana, uno de los 14 bloques se encarga de la velada. Hoy son los Ruphay (calor, en quechua).
Alrededor de las 21.30, el local se va llenando. En una esquina de la sala hay un altar con una estatua de la Virgen de la Candelaria o del Socavón. La iluminan un par de focos y la luz de algunas velas que se consumen, poco a poco, frente a ella. La imagen es un regalo que el alcalde Víctor Soria Galvarro hizo a la fraternidad en los 60 (entregó una imagen “gemela” a una comparsa de morenada). Los fraternos afirman que su Mamita es muy rica: tiene casi medio kilo de oro en forma de diferentes adornos donados por los fieles.
No hay que pertenecer al gremio de los carniceros para entrar a esta diablada, pero sí tener fe, requisito indispensable. Como la que manifiesta Sandra Valdez, quien se cayó y se lastimó una mano, que le quedó inutilizada. Aun así, ella quería bailar. Se acercó a la imagen sagrada, envolvió su mano en el manto e hizo su pedido: “Quiero que me devuelvas la mano porque no tengo papá ni mamá que me mantengan”. Y salió a bailar en Carnaval. Durante el recorrido, uno de los compañeros trastabilló y acabó en el suelo. Sandra, sin pensárselo, fue a ayudarlo. De repente, se dio cuenta que estaba haciéndolo con la mano lastimada, que ya estaba completamente sana. “Para mí, es la madre que nunca tuve”.
Mientras los fraternos aguardan la llegada del cura que dirigirá la velada, una pequeña banda ameniza la noche desde el primer piso del local.
En la cocina, un grupo mayoritariamente compuesto por mujeres prepara ollas de canelita, pero sin alcohol: la Diablada Auténtica se vanagloria de haber sacado las bebidas espirituosas de sus eventos. Incluso, durante la entrada carnavalesca, los bailarines llegan hasta la Iglesia del Socavón sin una gota de alcohol, y en ayunas, aseguran los diablos, entre ellos el presidente del grupo, Sebastián Vela.
La velada de hoy está dirigida por Marco Verberckt, de Cochabamba, quien dice que está aquí “por casualidad”, y da una explicación sobre la paradoja de ver a los diablos tan devotos de la Madre de Dios: “La Virgen luchó contra Lucifer. En el baile se expresa esta misma lucha contra el diablo, el mal, los pecados, de una manera folklórica, artística”.
Antes de que comience el rezo, se reparte entre los asistentes vasos de agua de canela, cigarrillos e incienso. Tras los sahumerios y la bendición, el acto religioso, de media hora de duración, termina.
Entonces, varios hombres de la comparsa aparecen en la puerta portando grandes bolsas de plástico, que colocan sobre tres pequeñas mesas cuadradas puestas en fila, entre la entrada y el altar. Édgar Ledesma, danzarín y matarife, desembolsa uno de los paquetes. Debajo del plástico hay otra cubierta, de cartón. De ella, el mañazo saca una cabeza de vaca, de pelo negro. Rápidamente, sin siquiera remangarse, agarra cada una de las quijadas con una mano y ¡zas!, las separa. Desecha la mandíbula y, con una destreza asombrosa, clava la afilada hoja en la testa y rebana la piel en unos segundos. El aire se llena de un vaho grasiento y olor a animal.
Tras desechar el cuero, saca pequeños pedazos de carne que otros, a su alrededor, van emplatando; los acompañan de llajua verde y los reparten entre los asistentes, junto con pedazos de pan, mientras Édgar sigue cortando. “Hay que comerlo caliente”, dice. “La lengua es lo más rico”. Todo se come: cuando ya se han sacado hasta los ojos, otro compañero agarra una sierra y abre la calavera, para sacar los sesos. “Cuando está bien cocido, aprietas en las hendiduras, se abre y de repente todo se sale”, explica con el conocimiento de quien lo ha hecho más de una vez.
Mediodía de cocción
Las cabezas se metieron al horno panadero la noche anterior, donde estuvieron durante casi 12 horas. Una vez cocidas, se las envolvió en cartón y plástico y, por encima, con frazadas, para que se mantuvieran calientes.
Conforme los comensales terminan su platillo, pasan a la cocina para quitarse la grasa de las manos con agua de la pila. Algunos vuelven a tomar canela caliente para ayudar a digerir la comida. Mientras, Édgar filetea tres cabezas más, casi sin pestañear. Algunos le echan una mano, aunque ninguno tiene su destreza.
En ocasiones, los diablos comen matambre o kala pari (versión orureña de la kala purka o sopa de piedra), entre otros.
Para acabar esta penúltima velada, los que quedan en el local elevan sus oraciones y le cantan a la Virgen en quechua.
La Diablada Auténtica no pudo entrar a la plaza del Socavón hasta 1917, cuenta el secretario de Cultura, Sabino Mario Fernández: los discriminaban por su origen indígena. Pero lo lograron y, al día de hoy, siguen siendo mañazos y usan el idioma nativo para expresar su fe en la Virgen del Socavón.
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