Del Carnaval Paceño queda un saldo extraordinario. Seguramente el mejor de todos los personajes rescatables de nuestra farándula, es el Pepino.
Se levanta del arrabal y a brincos llena las calles. Con voz aguda emite piropos y requiebros sensuales a la par que pronuncia inesperadas frases encarando la situación del momento desde su ángulo cómico. Es ágil mentalmente y de su improntu fluyen sabrosas glosas y pasmosos comentarios. Se mezcla entre los niños y adultos creando la algazara (algarabía) porque obtenerla es uno de sus propósitos.
Hace piruetas elevándose en saltos, arrodillándose o llamándose a reposo en cualquier sitio, preferentemente en medio de la calle, para volver a ganar los espacios súbitamente, como quien sale de un sopor letal hacia una nueva manifestación de vida. Engaña al público con un paréntesis de muerte para luego desconcertarlo con la resurrección.
EL PEPINO NO MUERE
Su cara no tiene relieve pero resulta expresivo en los dos polos del histrionismo, acaso casualmente presentido por el mascarero anónimo que le dio la vida sobre un simple saquillo de tocuyo, lienzo humilde del cual el hábil artesano hizo surgir un promontorio excepcionalmente gracioso. ¡La nariz! Esa nariz personalísima que otro bufón no tiene.
Asimismo, debajo de unas cejas alborotadas que se cargan de lana escarmenada, se hallan las guarniciones de los ojos verdaderos del Pepino, de éste ser dicotómico enfundado en la máscara criolla y del traje supuestamente derivado del Arlequín, a quien se estima fue su antecesor.
Seguro es que nuestro Pepino no tiene memoria de él ni tampoco de Pierrot porque él, engreído e insólito, es categóricamente él y porque él mismo se considera un expósito, cuya existencia se testimonia solo en los días de carnaval.
Para nosotros es una especie de rapsoda (poeta) pendular que baja de las alturas del villorrio paceño, se columpia en los cerros, ocupa la urbe y al terminar la fiesta vuelve a su madriguera, si es posible volver cuando no le retiene el alcohol. En este caso rinde su última sonrisa en un zaguán o en el pretil de la calle, asumiendo ser dueño de ella o simplemente porque el cansancio deja sin sentido, quedándose “de cúbico dorsal” como dice la gendarmería que lo recoge para tratarlo como una porción más del basural urbano.
VISTE SIEMPRE DE GALA
El Pepino viste siempre de gala combinando colores de seda, raso o piel de lobo, telas suaves y dúctiles para favorecer sus contorsiones de acróbata fugaz. Su gracia y sus alusiones, a cierto mamotreto de trapos que lleva a guisa de su criatura para el escarmiento de los demás, son el anzuelo de una aventura erótica que protagonizará furtivamente detrás de un portón cualquiera o a la sombra de un árbol.
El Pepino se reproduce milagrosamente y se convierte en tal muchedumbre, que hace temblar los cimientos de la ciudad en su marcha desde Churubamba hasta el paseo de El Prado en la Entrada del Carnaval Paceño. Su paso sacude el alma de mujeres jóvenes que muy en el fondo de sí esperan ser acariciadas por su voz persuasiva y sus ágiles brazos, sin haber visto la faz auténtica del hombre. Poseer sin identificarse, parece entonces su mayor habilidad.
SU NACIMIENTO
El Pepino es el único ser que prepara conscientemente su nacimiento para venir al mundo saliendo de una entraña mayor a la común. En ese sentido, es también un ser descomunal ya que desde el primer momento que se concibe a sí mismo y ejercita la metamorfosis pasando del artesano, obrero o simplemente nadie a bufón callejero, sabe que tiene el destino de la crisálida y la luz de la centella.
El Pepino sabe que su trono, como es producto del espíritu, será breve y que al final del último día de su interregno (intervalo), acabará marchito, lamentablemente desahuciado por la sociedad que alumbró su nacimiento.
Es la absoluta manifestación del hombre libre. Para el Pepino, sin embargo, la libertad tiene apenas la duración en que él se incluye en el hombre hasta abandonarlo en su desprendimiento astral.
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