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30 de diciembre de 2018
Bordados, casi pieles divinas
Antes, las fiestas patronales y entradas folklóricas solían durar hasta cinco días. Durante aquellas jornadas, la melodía de la morenada se escuchaba todo el día y la noche. Un sopor que confundía la luz con la oscuridad y las horas con los días devenía de aquella cadencia, que envolvía a los bailarines dejándolos vulnerables a no dejar de bailar jamás.
Un ritual —la whilancha— era la única forma de devolverle la voluntad a los embrujados que no conseguían sacarse el traje de moreno. “Durante esos días, se duerme y se despierta con morenada y se entra en un insomnio del baile. Para poder apaciguar a todos los participantes de la fiesta el bordador debe rociar los trajes con la sangre de un cordero”, explica Jorge Quisbert, experto bordador de la zona de Achacachi, cuya familia se dedica a este arte desde hace ya cuatro generaciones.
Jorge y la curadora Varinia Oros son los responsables de la muestra Bordados: las qillqas del cuerpo y del alma que estará abierta, sin costo, en el Museo Nacional de Etnografía y Folklore (Musef, c. Ingavi 916, esq. Indaburo) hasta marzo del 2019. Además escribieron juntos el catálogo sobre este arte, que elaboró el museo. Los trajes tienen energía, una fuerza que de alguna manera posee a los que lo visten, concuerdan ambos conocedores. Ese poder está relacionado con aquellas figuras creadas a partir de los hilos brillantes y coloridos que los cubren.
“Qillqa implica escribir, pintar, bordar, pero en esencia, significa la presencia de lo que está ausente. Y eso es lo que hacen los bordados. Las wakas no están aquí, pero se hacen presentes, reales, a partir de las imágenes de los kataris —serpientes aladas—, hormigas y víboras sagradas que se crean en la ropa. No son disfraces, son casi la piel de un dios”, detalla Varinia.
Las piezas más antiguas de la exposición son ejemplos de ropa confeccionada para imágenes santas, en los conventos. Esta técnica no ha cambiado mucho desde que comenzó a enseñarse durante la Colonia. Incluso el tipo de hilo y tela se heredó de la tradición española. Al analizar los diseños religiosos y los primeros trajes de morenada y diablada de esta colección se pudo encontrar pequeños vestigios de metales preciosos, como oro y plata.
Los diseños se dibujan en cartón y luego se les da forma cortándolo. Para crear relieve los hilos envuelven el cartón, que está sujeto a una tela —generalmente de saquillo— ya tesada en un bastidor. Para darle aún más textura, se coloca una “vena” sobre el cartón, para que las siluetas aparenten ser las venas del cuerpo.
Después se agrega pedrería, lentejuelas y perlas, para luego colocar el bordado en telas finas, como terciopelo, y terminar de darle forma al traje folklórico.
Si bien esta forma en particular reproduce lo que se desarrolló en Europa, el plumillado recupera una de las técnicas nativas de decoración de indumentaria.
“En esta técnica se utilizan lanas de colores fuertes o también mechilla, que se ordenan para crear degradados y arcoiris. En este caso, ya no se utiliza el cartón y para darle volumen se rellena con lana. El plumillado ya no es español, por el contrario, está presente en piezas indígenas, como las chacanas”, describe Varinia, señalando los diseños que cubren la espalda de un traje de diablada. Si bien las manos de los artesanos guardaron intactos los secretos de este arte, la iconografía cambió radicalmente a lo largo del tiempo. En lugar de reducirse o hacerse más discretos, los trajes se hicieron cada vez más grandes y vistosos. En los primeros aún se pueden ver espacios donde se aprecia la tela; luego desaparecen.
El contraste entre tela oscura e hilo brillante, de un solo color, se dejó atrás. Igual que los diseños de enredaderas, hojas y flores. El folklore recuperó animales y criaturas míticas, así como “ramas” que se parecen más a las espinas de un pez que a una dócil parra. Se tomó cada espacio posible y se le puso una piedra, un brillante o una lentejuela. Es el barroco exacerbado: “Esta abundancia es una forma de acercamiento a lo divino, a lo sagrado. No es ostentación vacía”, concluye Varinia, quien concuerda con la tesis de Nico Tassi, en el libro El baile mueve montañas.
Esta muestra responde a un hecho concreto: los bordados industriales chinos están inundando el mercado y si sigue así, los talleres que solían dedicarse a bordar a mano cada pieza dejarán de existir por completo. Lo reconocen así, tanto Elvira Espejo, directora del Musef, como Jorge.
Los trajes que antes solían pesar hasta 60 kilos, ahora no llegan ni a siete porque los bordados industriales son mucho más livianos, el bastidor está quedando atrás.
Los hijos de Jorge ya tienen una profesión que los aleja del bordado. Y la esperanza de una quinta generación recae en su nieta, una pequeña de siete años, que es diestra con la aguja, como su abuelo.
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