Las mujeres como los hombres debían usar trajes de bayeta de la tierra, como sacos, pantalones largos y cortos, calzones, ponchos, almillas, sombreros, chalecos, así como las mujeres estaban obligadas a usar rebozos, polleras y sombreros de oveja.
Cuando los migrantes aymaras optaron por la fabricación de trajes folclóricos emergieron los contratos. Por ejemplo, entre “pasantes” y bordadores, tenían la lógica andina del ayni y la reciprocidad. Los maestros bordadores eran respetados y bien tratados por el tipo de ropa que elaboraban, así nos recalcan los hermanos Quisbert:
La zona del cementerio había muchos árboles, con sembradíos. Llegaban del altiplano con burritos, algunos pasaban por la plaza Murillo. Todo era área verde, los burritos se amarraban en los árboles, los indios traían su merienda, con quispiña, chuño, papita y queso. El campesino antes
llevaba el traje de moreno y lo devolvía, y traía luego un cariño que se llamaba “huayñu” que constaba de productos de la papa, choclo, carne de oveja. Traían productos a vender e iban al tambo compraban fideos, azúcar y se llevaban a su pueblo. Del campo rogaban a los bordadores
para fletar el traje. El traje de sikuris cuando llevaban al valle, pasaba ríos en la espalda de mulas. Los campesinos nombraban a los de la ciudad compadres. Por eso mi padre tenía compadres desde jovencito. (Victor y Natalio Quisbert, 25.05.2019).
La valoración del conocimiento del bordador por parte de sus paisanos era notoria. El oficio del bordado y de accesorios para danzas festivas indígenas no sólo se practicaba en la ciudad de La Paz, sino en varias comunidades como: Achacachi, Avichaca, Taraco, Huarina, Compi, Caquiaviri, Corocoro, Escoma.
No cabe duda que el centro de producción de bordados era la ciudad de La Paz, a la que todos los maestros indígenas aspiraban llegar para instalarse con un taller.
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